El shopping
Mi vieja me eligió la ropa hasta los 11, 12 años. Esto se traducía en remeras con veleros que cruzaban el océano, leyendas sobre futbol americano y algún que otro buzo color crema o bordó, que no encogía nunca porque la tela era de muy buena calidad.
Un día me compró un calzoncillo con el mapa de África en la parte de atrás. La encaré con firmeza revolucionaria:
-Esto es una mierda –dije.
-¿Y qué pensás hacer? –preguntó.
Me encerré en mi cuarto. A los pocos días, ella misma trajo la solución:
-Vamos al Shopping Soleil.
Lo habían inaugurado un par de meses atrás. Yo lo había visto en los diarios y en televisión, aunque no tenía una idea muy clara de lo que era. Alguien nos había dicho: “es un lindo paseo, tienen que ir”. Me lo imaginaba como una especie de parque de diversiones, donde además se podían comprar algunas cosas. Por eso, después de hacer una primera recorrida, pensé que todavía nos faltaba lo principal. Tardé un buen rato en entender que no era así.
-¿Qué querés comprarte? –preguntó mi vieja y de inmediato declaró que yo necesitaba un pantalón.
Dimos otra vuelta. A diferencia de Villa Ballester, donde los locales se llamaban “Casa Jorge” o “Modas Juan”, acá se identificaban por la marca de la ropa. La marca era lo que aparecía en el pecho o en la etiqueta de atrás.
Delante de nosotros iba una familia normal. El padre y la madre miraban vidrieras mientras los dos hijos comían garrapiñadas y correteaban por ahí. El hombre se detuvo en frente del local de Lacoste.
-Yo necesitaría una camisa –dijo y entró a comprar.
A la tercera recorrida mi vieja perdió la paciencia:
-¿Ya te decidiste? –preguntó.
-No sé –dije–. Elegí vos.
Me compró un jean que estaba en liquidación. Antes de irnos, pasamos en frente de un cartel con la publicidad del shopping, donde se veía a una familia con un montón de bolsas y cara de estar pasándola muy bien. Abajo se leía: “una nueva forma de vivir”.
Yo sacudí la cabeza. Esto no va a funcionar, pensé.
Invitación
y
¨Los años felices¨, de Sebastian Robles
(re edición y book trailer) presentado por Facundo García Valverde
Introducción musical: Luciano Lutereau
Música:
www.loscosta.com.ar
Luego brindis con los autores y fiesta!!!
*gratis*
La usina- Humahuaca 4247 - Almagro
www.panicoelpanico.com.ar
Trailer 2da Edición
El BBS
Los BBS (Bulletin Board System) fueron la prehistoria de Internet. Básicamente, una pc con un software a la cual uno se conectaba por vía telefónica. Una vez ahí, uno podía descargarse programas shareware, desgrabaciones de los programas de Dolina, cuentos digitalizados, e intercambiar mensajería en redes como Fidonet, Southnet, Econet y algunas más.
Me enteré de su existencia a través de una nota en la revista de Clarín. Uno de los entrevistados era Federico Pilo Firpo, dueño –o SysOp, que venía a ser lo mismo– de Macondo, un BBS dedicado la divulgación literaria. Pero también habían otros, con distinta orientación: Antares, Carreteras del Viento, Los Pinos II, New Age, el de la Biblioteca Nacional y el del suplemento Lo Nuevo de Clarín, que incluía además un rudimentario chat con el resto de los usuarios online.
Algunos BBS cobraban por el acceso. Estaban las 24 horas disponibles y tenían una gran cantidad de información. Pero la gran mayoría era amateur. Esto implicaba que funcionaban solamente durante algunas horas a la noche, cuando estaba despejada la línea telefónica en la casa del operador. Los datos de los números a los cuales llamar circulaban en una lista que se distribuía en las redes de mensajería y en los propios BBS. Ese año, había más de cien en Buenos Aires y Capital Federal.
El mío fue uno más. Se llamaba La Revista BBS, básicamente porque no se me ocurría un nombre mejor. Tardé unas semanas en aprender a configurar los programas. En la sección de archivos, colgué algunos textos bajados de otros BBS –especialmente de Macondo–, y algunos que yo mismo me ocupaba de transcribir en .txt. También había colgado una nota, copiada de Página/12, sobre la represión policial.
Funcionaba desde las once hasta las siete de la mañana. Durante ese lapso, yo desconectaba el teléfono para que no sonara en medio de la madrugada. A veces recibía cuatro o cinco visitas por noche. Otras veces, nada. Era cómico –y un poco inquietante– ver cómo las letras se escribían solas en el monitor de mi pc. Una vez me dejaron un mensaje, en relación a la nota que yo había copiado sobre la represión policial: “La mano viene dura, tené cuidado”.
Una noche recibí un mensaje que decía: “Me encanta Mario Benedetti. Voy a pasar más seguido por acá”. Lo firmaba una tal Laura, de dieciséis. Le respondí que muchas gracias y que la vez siguiente, si tenía ganas, eligiera la opción “Chatear con el SysOp”.
Volvió a la semana siguiente. Chateamos un buen rato. Me dejó su teléfono. Después de unos días, la llamé.
-Podríamos vernos -dije.
Ella dijo que sí.
Vivía en San Justo. Nos encontramos en Lavalle y Florida un sábado al mediodía, dos semanas después. Yo había inventado una coartada para evitar las preguntas de mi vieja. Supongo que ella había hecho algo similar. Fuimos al McDonald´s y después a ver una película con Juliette Binoche. Hablamos poco, por vergüenza o incomodidad. Nos despedimos a las seis.
-La pasé bien –le dije a Hernán después.
Laura se siguió conectando al BBS por unas semanas más. A veces chateábamos, otras veces nos dejábamos mensajes. Algunas noches no me escribía nada. Yo miraba los nombres de los archivos que se descargaba. “No te salves.txt” y “Corazón coraza.txt”. Después dejó de aparecer.
El cable
Discos de los 90
Alice in Chains eran la depresión y el suicidio. Nirvana eran la rebeldía y el suicidio. Pearl Jam eran –y siguen siendo– la supervivencia a pesar de todo. Las melodías sonaban rústicas, como arrancadas a la fuerza de las guitarras. Los libros que venían en los compact discs, con las letras garabateadas, tachadas y vueltas a escribir encima, me hacían acordar a mi carpeta del colegio.
Me compré Vs. en octubre o noviembre de 1993. Estaba en tercer año y la primavera me ponía de buen humor, pero tenía la fuerte sospecha de que mi optimismo era injustificado. Lo que se venía era lo de siempre: el final de las clases, las fiestas, Gesell y su playa infinita, el resto del verano en Ballester.
Por lo que pude deducir en base a entrevistas y algunas traducciones precarias, lo de Pearl Jam iba por el lado del acoso de la fama y la presión de las discográficas, igual que Nirvana en ese mismo momento de su carrera –Cobain se suicidó menos de un año después. En algún lado escuché que Eddie Vedder, el cantante, había tenido una infancia y una adolescencia difíciles, y que muchas de las letras hablaban de ese pasado. Una estrella de rock llena de plata, fama, mujeres, que aparecía las veinticuatro horas por Mtv, cantando sobre la vida de mierda que lo había llevado hasta ahí. No me entraba en la cabeza. Pero entonces, versos como éste, tenían sentido: Don´t call me Daughter, not fit to be / the picture kept will remind me.
Yo no tenía pasado. O sí, pero no me daba cuenta. Y en todo caso, no era un pasado estimulante. Ni hablar del presente. Mi rutina era levantarme temprano para ir al colegio, zafar en la mayoría de las materias, volver a mi casa o a la de algún amigo, leer, escuchar música, jugar con la pc, mirar algún programa por televisión. ¿Contra quién podía protestar? ¿Por qué levantaba el volumen cada vez que escuchaba Rearviewmirror? Y sobre todo: ¿qué estaba dejando atrás?
¿Qué dejé atrás?
Junio de 1992
Empecé a leer It, de Stephen King, un viernes a la tarde y lo terminé dos semanas después. Durante ese tiempo iba al colegio, al baño y a la cama con el libro en la mano. No estudiaba. Vivía, casi literalmente, en el pueblo de Derry, donde estaba ambientada la acción.
La historia es relativamente simple: en 1958, siete chicos discriminados por el resto de sus compañeros del colegio (un tartamudo, un negro, un gordo, un judío, una chica de un barrio bajo, un miope y un asmático), consiguen hacer retroceder a una especie de monstruo que, cada veintisiete años, se alimenta de los niños y adolescentes de Derry. En 1985, ya adultos, el ciclo empieza otra vez y ellos vuelven al pueblo de su infancia para matarlo definitivamente.
Es una historia de aprendizaje, un Bildungsroman en versión pop. La particularidad del monstruo, a la cual debe su nombre el libro (It - Eso), es que no tiene una identidad definida de antemano. Se materializa ante los chicos en la forma de sus terrores más profundos, por muy infantiles que éstos sean. En otras palabras: si Ben vio la película de Boris Karloff y le tiene miedo a la momia, entonces It es una momia. Si Richie le teme al hombre lobo, entonces lo que aparece frente a él es una réplica de Michael Landon en I was a teenage werewolf. Lo único real son las heridas. La muerte es real.
Lo más interesante es la estrategia que los personajes encuentran para defenderse del monstruo, y matarlo al final. Bill, el tartamudo, dice en voz alta, por primera vez sin equivocarse, un trabalenguas que le enseñó el fonoaudiólogo. Una frase retorcida y larga, sin un sentido aparente, que hasta ese momento se sintió incapaz de pronunciar. En la traducción era algo así como: “castiga el poste recto y tosco e insiste, infausto, que ha visto a los espectros”. Con eso alcanza. El monstruo retrocede, el miedo se va.
En aquel entonces yo tenía trece años, dos más que los protagonistas de la novela. No usaba anteojos, no tenía asma ni era excesivamente gordo. Tampoco tartamudeaba.
Ese año hubo un breve pero intenso furor por Stephen King entre mis compañeros de colegio. Sus libros circulaban de mano en mano, y de una mochila en otra. Los de mayor éxito eran It, El cuerpo (que sirvió de base a la película Cuenta Conmigo), Carrie, es decir: aquellos en los cuales los protagonistas eran chicos o adolescentes, que en general provenían de familias disfuncionales o caídas en desgracia. Eran los días de la desocupación. Sospecho que todos teníamos buenos motivos para sentirnos identificados. Y todos, de alguna manera, buscábamos la fórmula para que el monstruo nos dejara en paz.
¿Dónde se consigue?
Ya está siendo distribuido en las siguientes librerías:
Iván Rosado - Salta 1859 -
(En la foto, junto a "Cómo no pensar en mí", de Matías Pailos, el nº2 de la colección Potlach de Pánico el Pánico).
Los epígrafes
Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural.
El cuerpo
Y, sin embargo, ¡cuántas cosas dejaba allí para siempre! ¡Dejaba mi infancia entera, con las profundas ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas, el movimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazan la felicidad, que más tarde se sueña en vano!
Agradecimientos
Una primera versión de este libro fue publicada entre agosto de 2008 y noviembre de 2009 en el blog “Los noventa”. Durante ese tiempo –y aún después– muchas personas ayudaron a que esta historia tuviera la forma que hoy finalmente tiene. De este lado del espejo: Luciana Ravazzani, Facundo García Valverde, Federico Matías Pailos, Ariel Idez, Juan Terranova, Francisco Marzioni, Luciano Lutereau, Marina Gersberg, Leopoldo Brizuela, Claudia Bologna, Florencia Franco y Beto Camelli, entre otros. Del otro lado: Directora de Orquesta, Lupe, Figo, Lin, Ava Gardner, Jade, Lord Khyron, Bel, Natxus, Esdian, Libélula, Paula de Bera, Natalia Alabel, Paula la Malvada, Tomás Münzer, Minerva, el Lic. Jasper, Angie, Tararira, Lola y todos los que día a día escribían la dirección del blog en su navegador y se subían conmigo a esta historia. A todos ellos, muchas gracias. Hoy ya no distingo entre uno y otro lado del espejo.