Los años felices

Cuentan que el primer gran impulso a los blogs lo dio la discusión pública en EE.UU. acerca de si el presidente Bush debía tomar represalias en medio Oriente después del atentado a las torres gemelas. Los activistas de derecha arremetían con su argumentación a favor de la invasión desde los blogs, donde podían exhibirse con muchos menos escrúpulos que en los medios masivos de comunicación. Poco tiempo después, las bombas caían sobre Afganistán.

En Argentina veníamos de la crisis del 2001 y de la apatía que representaron los noventa para todos los que habíamos crecido en esos años. La noticia era que llegaba una nueva manera –ahora definitiva– de exponer la intimidad ante los ojos de los demás. Ya lo habíamos visto en los reality shows, pero esta vez no había nada lúdico de por medio.

Se trataba de mantener un sitio web personal al que todos los días podían subirse uno o más textos, fotos, videos y links a otros sitios, para que los demás leyeran y comentaran.

Cuando abrí mi primer blog, en el año 2004, ya existía una blogósfera con ramas diversificadas. Por un lado estaban los blogs donde se contaban intimidades, a la manera de los diarios íntimos de hasta poco tiempo atrás, con la diferencia de que en lugar de esconderse en el fondo de un cajón de placard, se mostraban a todo el mundo. El “querido diario” estaba reemplazado por una cantidad potencialmente infinita de destinatarios anónimos. Por otro lado estaban los blogs que difundían chismes de la farándula, los que hablaban de música, de recetas de cocina, los divertidos, los solemnes, los desprejuiciados…. y finalmente estaban los blogs literarios.

En aquel entonces yo era un estudiante de guión que quería hacer literatura, algo que me parecía mucho más arbitrario, noble y desgarrador. Contaba anécdotas de mi vida como si fueran cuentos de Carver. Reseñaba libros de escritores jóvenes, a veces con envidia, a veces con falsa humildad. Me leían y comentaban los autores de otros blogs, también literarios, que yo leía y comentaba. Formábamos una comunidad invisible, que de a poco se iba delineando. Cualquier salida por la noche de Buenos Aires podía ser tema para un relato, siempre y cuando hiciera referencia a alguna novela de Anagrama. Se valoraban la ironía, la literatura norteamericana y Roberto Bolaño. Se discutía poco y nada de política. Se armaban parejas. Se escribía sobre Bukowski o Henry Miller para atraer a las de Puán, se comentaba el Bafici para las más sofisticadas. Se hacían y se deshacían amistades. Debatíamos con vehemencia sobre cualquier cosa. Conocíamos a otra gente escribiendo y otros nos conocían a través de nuestra escritura. La verdadera revolución fue esa. Nuestra vida, que en los noventa era un desierto, se volvió fascinante. Parecía que no, pero al final nosotros también teníamos algo para contarnos.

Como cualquier otro ámbito de la sociedad, la blogósfera –en particular, la literaria– tenía su propia constelación de estrellas y símbolos sexuales, cada uno con su encanto particular. Algunos nombres se volvieron familiares, como si los hubiéramos conocido desde siempre. Entre las mujeres, Fille Putain, Charlotte, Lola Copacabana, que llegó al libro en el año 2006. Escritores ya publicados, como Fabián Casas y Juan Terranova, y otros que lo serían poco después, como Juan Incardona. Generaban adhesiones encendidas y turbios rechazos.

Uno de los temas que comenzó a debatirse en el contexto de los blogs fueron los años noventa, en particular, cómo escribir sobre ellos. Los vientos de la política y de la economía habían cambiado, se vivía un efecto liberador. Se hablaba de una nueva “década infame”. Pero la descripción resultaba insuficiente. Escribíamos relatos sobre búsquedas laborales condenadas a la humillación o al fracaso, inventarios de objetos, películas, imágenes. La memoria emotiva circulaba, como retazos, por los monitores y pantallas.

Pero el relato de la vida cotidiana, de a poco, se agotaba. Hernán Casciari, un periodista argentino radicado en España durante la crisis de fines de los noventa, lanzó su Diario de una mujer gorda, con un éxito masivo arrollador, que lo llevó al libro casi instantáneamente. Los lectores de Casciari eran integrantes de alguna difusa blogósfera literaria sólo en una mínima proporción. La gran mayoría de su público lector, como podía verificarse en los comentarios, estaba formada por gente no vinculada al ámbito de la literatura. En muchos casos ni siquiera leían libros. El blog estaba narrado en primera persona por una supuesta ama de casa y era leído en clave de diario íntimo, del mismo modo en que se leía a los blogs de no ficción. No todos sospechaban que detrás había un escritor. La experiencia se repitió con Carolina Aguirre en su blog “Ciega a citas”. La ficción se consolidó en la blogósfera.

En 2008, con la pregunta por los noventa todavía en la cabeza, abrí un blog donde me dedicaba a comentar diferentes aspectos de la década: música, películas, modas, programas de televisión. Mis precarias reseñas se transformaron en el relato de un adulto que recordaba su adolescencia en los noventa y los amigos con quienes la compartió. Me acordé de la vieja serie televisiva The wonder years, que contaba la adolescencia de un chico en los suburbios de Estados Unidos en la década del setenta, y el guionista que llevo adentro trasladó esa historia al conurbano bonaerense, donde yo crecí, en los años noventa. A medida que ese relato avanzaba –al ritmo de un folletín, con capítulo diario de lunes a viernes– se sumaban nuevos lectores, que tenían poco y nada que ver con el antiguo lector de blog literario.

Recibía comentarios como el siguiente:

Se que sos una buena persona (excelente diría pero me tildarías de chupamedias, jajaja), y estoy convencida (desde que te leo) de tu nobleza porque tu alma está reflejada en cada palabra que escribís y eso se detecta, no pasa desapercibido.

Otros, un poco más escépticos, se dedicaban a buscar inconsistencias en el relato, y me las exponían para dejarme en evidencia:

En septiembre contaste que te fuiste a Gesell en 1992, pero ahora estás contando que ese año no te fuiste a ningún lado. Confusión o te pesqué inventando? jaja

Algunos –pocos– insultaban. Otros –la mayoría– seguían la historia con una fidelidad que me obligaba a no dejarla sin terminar, aún cuando en muchos momentos quise dejarla. En algún momento, sin que yo me diera cuenta de cómo ni cuándo, dejó de importarles la veracidad de lo que estaba contando. La pregunta se desintegró, como si al fin hubiéramos sellado un pacto: ellos me creían y yo les seguía contando. Con el mismo tono confesional con que, unos pocos años atrás, contaba mi vida cotidiana de realismo sucio norteamericano para cinco o seis lectores por día, escribía ahora mi versión ficcional de la adolescencia para quinientos. La blogósfera había aumentado. El paso que venía después era creerme yo mismo que era cierto lo que estaba contando. Y de algún modo lo era, en el sentido en que cualquier ficción es un poco autobiográfica, más si se refiere a una época y a unos lugares que yo también había transitado. El narrador en primera persona del blog, que contaba su adolescencia, también estaba contando la mía. Eso me permitió encontrarle un comienzo, un nudo y un posible desenlace a eso que hasta entonces llamaba muy difusamente los noventa, un territorio árido donde para mí, hasta entonces, no había prosperado otro relato que el de la década infame, y que también fue mi adolescencia, y un poco la de todos los que empezaron a escribir y a leer en internet desde que empezó la movida de los blogs, unos diez años atrás.

(Gracias, Mariano Canal)

Leído en la IIº Feria del Libro de la Escuela de Orientación Lacaniana

“La palabra en internet”

17 de septiembre de 2011

(Gracias, Mariano Canal)